Rolando Cordera Campos: El pacto y sus malquerientes

Written By Unknown on Senin, 08 Juli 2013 | 00.58

E

n los primeros párrafos de su visión, el Pacto por México sostiene que La tarea del Estado y de sus instituciones en esta circunstancia de la vida nacional debe ser someter, con los instrumentos de la ley y en un ambiente de libertad, los intereses particulares que obstruyan el interés nacional. Generalidad que algunos habrían considerado innecesaria de no ser porque está inscrita y se deriva de la siguiente consideración: La creciente influencia de los poderes fácticos frecuentemente reta la vida institucional del país y se constituye en un obstáculo para el cumplimiento de las funciones del Estado mexicano. En ocasiones, estos poderes obstruyen en la práctica el desarrollo nacional, como consecuencia de la concentración de la riqueza y el poder que está en el núcleo de nuestra desigualdad.

No es, entonces, una declaración para todas las estaciones sino una postulación para el aquí y el ahora: el equilibrio del poder constituido ha sido trastocado y la república vive horas de angustia que reclaman de una efectiva, constitucional y legal –según los pactistas– recentralización del poder del Estado por el Estado mismo. Sólo así podrá aspirarse a que el largo proceso de transición democrática culmine. Lo que está por verse es que lo anterior vaya a volverse realidad cuando "los acuerdos entre las diversas fuerzas políticas… coloquen los intereses de las personas por encima de cualquier interés partidario". ¡Vaya liberalismo! ¡O social-cristianismo!

Lo anterior corresponde a los oxímoros a que están destinados los pactos hechos a la carrera, pero deberían llevar a una reflexión mayor sobre el destino del México en que los pactistas sueñan después de que la transición culmine. En especial, porque de eso parece tratarse en el fondo el compromiso firmado por el Presidente y los partidos, lo que toca al Estado y las instituciones que la sociedad grande y compleja que es y será México reclama, de cara a una convulsión mundial que no encuentra una mínima solución de continuidad. Porque de eso también se trata.

La lectura del documento de marras debería ser obligada para los partidos y sus operadores dentro y fuera del poder constituido. No lo ha sido, si tomamos en serio los dichos y contradichos, las contrahechuras, a que se dan los jerarcas de los grupos parlamentarios en estos días: no pueden cumplir con deberes elementales como el de elegir un consejero electoral para el Consejo del IFE o concluir la legislación relativa al Ifai, pero sí asistir impasibles a aberraciones como la de suspender los programas sociales federales so capa de no poner en peligro... ¡el Pacto por México!

Y así sigue y seguirá, porque sus firmantes y entusiastas promotores no parecen dispuestos a asumir la gravedad de sus declaraciones iniciales, ni la levedad a que su prisa los llevó en asuntos fundamentales como el del petróleo o la economía en su conjunto. Habrá que ir, y pronto, sobre estos y otros temas prioritarios a la vez que de fondo, pero por hoy dejémoslo ahí y vayamos al principio.

Los poderes fácticos y su patología requieren de mayor detalle y precisión, así como de arriesgar una visita adonde habitan el diablo y sus achichincles: los detalles. No son las grandes formaciones económicas las que por sí solas, como en obediencia a alguna ley natural, obstruyen el ejercicio de los derechos fundamentales o su garantía por parte del Estado, como lo manda la Constitución reformada. Son la falta de organización política de la sociedad civil y la irresponsabilidad impune de los gobernantes las que explican el libertinaje de dichos poderes y su ambición por volverlo forma de gobierno. Así en Mexicana como en Aeroméxico; así en la minería como en el Chiquihuite. Para no hablar del infierno laboral que nos abruma.

No es la falta de competencia la que por sí sola explica el marasmo económico nacional, sino la decisión, ya secular, del Estado de no invertir y de acabar con sus instrumentos de fomento y apoyo a la inversión privada en el campo y la industria, la que está en el fondo del desempeño mediocre de la economía por más de 20 años. No es la mala educación, que vaya que la hay, la que da cuenta de la opción juvenil por la criminalidad, la deserción escolar o la violencia anómica, sino la falta de crecimiento económico y de empleo, el achatamiento de las expectativas auspiciada por la reconversión oligárquica de la sociedad y el cinismo corriente de los grupos dirigentes, los que, al combinarse, han dado lugar al cuadrante de la desolación que vivimos.

No son las elecciones, por fin, donde hoy nos la jugamos todos. En todo caso, son los poderes no fácticos y sus oficiantes en las cumbres de la política formal, como los gobernadores y los legisladores, así como las cohortes partidistas, los que han desatado esta suerte de histeria de baja intensidad que con angustia de más espera a ver qué nos pasa este domingo.

Pacto tiene que haber, pero no por trámite. Empieza por esa proclamada recuperación del Estado que sólo puede resultar de un ejercicio mayor de concertación social e inclusión democrática. Lo que no ha habido. Y de una buena (re) lectura que respete la congruencia política.


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